Schwendimann

Robert Walser
Traducción de Isidro Fadrique y Carlos Ortega     

Había una vez un hombre singular. ¡Bueno, bueno!, pero ¿qué clase de hombre singular? ¿Qué edad tenia y de dónde era? Eso no lo sé. Tal vez puedas decirme cómo se llamaba. Se llamaba Schwendimann. ¡Ah, ya, Schwendimann! Bien, muy bien, tres bien, tres bien. Ve un poco más allá, si te parece bien y dinos qué quería entonces ese Schwendimann. ¿Que qué quería? Hum, eso no lo sabía ni él mismo exactamente. No quería mucho, sólo algo adecuado. ¿Qué buscaba, qué perseguía Schwendimann? No buscaba mucho, sólo buscaba algo adecuado. Extraviado, perdido en el ancho mundo estaba. ¿Sí? ¿Perdido? ¡Ah, extraviado!; Dios santo, dónde irá a parar este pobre hombre! ¿A la nada, al todo, adonde si no? ¡Temible pregunta! Todo el mundo le miraba inquisitivamente, y él a todo el mundo. ¡Oh, qué acongojado, qué lastimero! Así que iba andando cansina y pesadamente, con pasos inseguros y vacilantes, y los colegiales se le acercaban corriendo, se burlaban de él y le preguntaban: ¿Qué buscas, Schwendimann? Y él no buscaba mucho, tan sólo lo adecuado. Esperaba con el tiempo encontrar lo adecuado. "¡Ya llegará!", murmuraba por entre su desgreñada barba negra. La barba de Schwendimann era hirsuta. ¿Cómo, cómo? ¿Hirsuta? ¡Sessa! ¡Voilá! Estupendo ¡De veras! ¡Muy interesante! Y así, de golpe y porrazo, se encontró delante de la Casa Consistorial. "No estoy para ayudas ni consejos", se dijo, y como a su entender no se le había perdido nada en la Casa Consistorial, siguió andando poco a poco hasta que pasó por la Casa de Beneficencia. "Yo pobre sí que soy, pero no me corresponde la Casa de Beneficencia", pensó, y siguió andando concien­zudamente hasta que un rato después llegó de modo inopinado al Edificio de Bomberos. "¡No hay nada ardiendo!", masculló, y siguió andando adustamente. Unos pasos más allá, llegó a la Casa de Empeños. "No tengo nada que empeñar en este ancho mundo de Dios", y un breve trecho más allá a la Casa de Baños. "¡No necesito bañarme!" Cuando después de un tiempo llegó al Edificio de las Escuelas, se dijo: "Los tiempos en que acudía a la escuela han pasado", y siguió andando con sigilo mientras sacudía su peculiar cabeza. Poco a poco me voy acercan­do a la Casa adecuada", se dijo. Y así, no mucho más tarde, Maese Schwendimann se encontró delante de un edificio grande y tenebroso. Era el Establecimiento Penitenciario. "No merezco castigo, merezco otra cosa", dejó escapar sombríamente, y siguió caminando hasta que de pronto alcanzó otra casa, exactamente la Casa de Socorro, ante la cual dijo: "No estoy enfermo; estoy de otra manera. No necesito cuidado médico alguno; lo que necesito es algo completamente distinto". Vacilante, siguió andando; claro y resplandeciente era el día, brillaba el sol y las hermosas calles estaban llenas de gente, y hacía un tiempo despejado y bonancible, pero Schwendimann no reparaba en la bondad del tiempo. Entonces llegó a la Casa Paterna, la querida Casa de la infancia, su Casa natal. "Me gustaría volver a ser un niño y tener padres, pero los padres han muerto, y la infancia ya no volverá". Amargamente con pasos graves, siguió andando y vió el Salón de Baile, y cerca de él una Casa de Modas. Delante del Salón de Baile dijo: "No me gusta bailar", y delante de la Casa de Modas: "No compro ni vendo nada". La tarde fue cayendo paulatinamente. ¿Qué lugar le correspondía, pues, propiamente a Schwendimann? ¿El Lugar de Trabajo? Ya no tenía ganas de trabajar. ¿La Casa de Citas? "Se me fueron las ganas y la alegría". No había transcurrido mucho tiempo cuando se encontró ante el Edificio del Juzgado, y entonces dijo: "No necesito juez alguno, necesito otra cosa". Ante el Edificio del Matadero, pensó: "Yo no soy matarife". En la Casa Parroquial no tenía, a su juicio, nada que hacer, y en el Edificio del Teatro a gente como Schwendimann apenas se le ha perdido nada, ni tampoco gente así pisa las Salas de Conciertos. Callada y mecánicamente siguió andando, casi sin poder mantener los ojos abiertos de tan cansado como estaba. Le parecía como si durmiera, como si caminara en sueños. ¿Cuándo llegarás a la Casa adecuada, Schwendimann? - ¡Paciencia y barajar! Llegó hasta una Casa de Duelos. "Estoy triste, pero no me corresponde la Casa de Duelos", y siguió caminando; llegó a la Casa de Dios, y siguió andando sin decir palabra, y llegó hasta una Casa de Huéspedes, donde dijo: "No soy un buen huésped, y nadie me acoge de buena gana", y prosiguió su camino. Por fin, tras larga caminata, al cabo de la cual había oscurecido ya, llegó a la casa adecuada, y en cuanto la vió, dijo: "Al fin he encontrado lo que buscaba. Este sitio me correspon­de". Delante de la puerta había un esqueleto, y le preguntó: "¿Puedo entrar ahí a descansar?" El esqueleto soltó cariñosamente una risotada sardónica y dijo: "Buenas noches, Schwenndimann. A ti te conozco bien. Entra. Eres bienvenido". Entró en la Casa que al final todos encontramos y en la que no sólo él, sino todos, tenemos reservado un sitio, y cuando estuvo dentro, se dejó caer muerto, pues había llegado a la Casa de los Muertos, y allí halló descanso. 

 



CARTA DE UN HOMBRE A UN HOMBRE 

 

De Robert Walser 

 

Traducción de Isidro Fadrique y Carlos Ortega 

 

  

 

Me escribe usted que está asustado porque no tiene empleo y teme permanecer mucho tiempo sin ganar nada. Yo soy algo mayor que usted y puedo aconsejarle desde la experiencia. No se amilane usted. No lo piense más. Si tiene que pasar estrecheces, siéntase orgulloso de poderlas soportar. Viva de manera que con una sopa, un trozo de pan y un vaso de vino le baste para vivir. Puede hacerse. No fume, porque ello le roba las escasas fuerzas que usted puede permitirse. Tiene ante sí una enorme libertad. En torno suyo, la tierra huele bien, y es suya, quiere ser suya. Disfrute de ella. Los miedicas no disfrutan de nada. De modo que fuera el miedo. No sea bruto y no insulte a nadie, aunque sea el peor de los hombres. Trate antes de amar allí donde otro menos prudente y fuerte odiaría. Créame lo que le digo: El odio destruye el espíritu del hombre de una manera devastadora. Simplemente, ámelo todo por igual. Derrochar no hace daño. Levántese por la mañana temprano, permanezca poco tiempo sentado, duerma de modo correcto y rápido. Puede hacerse. Si sufre por el calor, no le preste demasiada atención y haga como que no lo nota. Si llega a una fuente fresca y nemorosa, no se prive de beber en ella. Si le obsequian por deferencia, simplemente acéptelo, pero por deferencia. Póngase en todo momento a prueba, téngase en cuenta, dialogue antes con su propio espíritu que con la razón de las personas cultas. Evite a los cultos porque, salvo raras excepciones, son hombres sin corazón. Procúrese a menudo ocasiones de reír y de jugar. A consecuencia de ello, se convertirá en una persona más hermosa y seria. Sea en todo hermoso, aunque muchas veces le cueste. Vístase con elegancia, pues eso le proporcionará afecto y consideración. No necesita dinero, tan sólo aguzar los sentidos. En cuanto a las chicas, mantenga a distancia a la mayoría. Ejercítese en el desdén. Acostúmbrese a tener siempre una pasión, porque eso da carácter al hombre bello. El más apasionado es el mejor: apréndaselo. Todo se aprende. Le volveré a escribir en otra ocasión. 

 

Simón contaba veinte años. Era pobre, pero no hacía nada por mejorar su situación. 

 
 
 


  

 

EL MONO 

 

Delicada, pero inmisericordemente, desde luego, hay que aferrarse a una historia que cuente que un día se le ocurrió a un mono entrar precipitadamente en una cafetería con el fin de agazaparse allí un rato. Llevaba en la cabeza, en modo alguno ininteligente, un sombrero rígido -también podría haber sido un chambergo-, y en las manos los guantes más elegantes que exhibirse puedan en una tienda de caballero. El traje era de primera. De un par de saltos particularmente ágiles, ligeros, dignos de ver, aunque algo comprometedores para él, se plantó en el Salón de Té, invadido por una música sugestiva, semejante al rumor de las hojas. El mono se vió en el apuro de decidir dónde debía sentarse, si en un rincón retirado o descaradamente en el centro. Prefirió esto último porque le pareció obvio que los monos, de comportarse con educación, podían dejarse ver. Melancólica, aunque también alegremente, despreocupado al tiempo que azarado, miró a su alrededor, descubriendo unas cuantas caras bonitas de labios prominentes, como hechos de zumo de cereza, y mejillas como modeladas a base de crema o nata montada. Hermosos ojos y armoniosas melodías rivalizaban entre sí, y yo me derrito de gusto y dignidad de narrador cuando cuento que el mono preguntó con acento de la tierra a la chica que le servía si podía rascarse el pelo. "¡Hágalo, si quiere! ", contestó amablemente ésta, y nuestro caballerote, si es que merecía ese nombre, aprovechó tan desahogadamente el permiso que las señoras presentes en parte reían, y en parte miraban a otra parte para no tener que ser testigos de que se estaba propasando. Cuando una mujer evidentemente simpática se sentó a su mesa, él comenzó de seguida a hablarle de la manera más ingeniosa; habló del tiempo, y a continuación de literatura. "Es un hombre insólito", pensó ella para sí misma, mientras él cogía al vuelo grosera y hábilmente sus guantes. Al fumar puso un gesto arrebatador. El cigarrillo contrastaba vivamente con su aire taciturno. 

 

Preziosa se llamaba la muchacha, que se encontraba en el recinto en compañía de una tía cascarrabias, como en una balada o romance, lo cual ocurría para tranquilidad del mono, quien no había experimentado hasta entonces lo que significaba el amor. Ahora lo sentía. De repente, había barrido de su cabeza toda clase de disparates. Con paso firme se dirigió hacia la elegida y le pidió que fuera su esposa, además de componérselas para que se viera cuáles eran sus intenciones. La joven dijo: "¡Acompáñanos a casa! Desde luego, difícilmente valdrás como marido. Como no te portes bien, recibirás todos los días un soplamocos. ¡Estás radiante! Te lo permito. Tendrás que preocuparte de que no me aburra nunca." Fue subiendo el tono de una manera tan digna que al mono le sobrevino una sonora carcajada, a causa de la cual ella le soltó una bofetada. 

 

Al llegar a casa, después de haberse despedido de la tía con un movimiento de la mano, la judía se sentó en un costoso sillón provisto de patas de oro, y pidió al mono, que se hallaba ante ella en una pose pictórica, que le dijera quién era él, a lo que aquel saco de petulancia respondió: 

 

"Antaño en la sierra de Zurich escribía poemas que ahora presento aquí impresos a mi adorada. Aunque sus ojos tratan de humillarme, lo cual es imposible, porque su mirada no hace sino ponerme erguido, por entonces solía yo ir a la selva, a casa de mis amantes, en la espesura, alzaba la vista hacia sus cumbres, me revolcaba en el verde, hasta que me cansé de la frescura y me entristecí de la alegría."  

 

"¡Granuja!", le espetó Preziosa. 

 

Como se atreviera a considerarse ya un amigo de la familia, prosiguió diciendo: 

 

"Una vez dejé sin pagar la factura del dentista, en la creencia de que, sin embargo, me iría bien en la vida, y me puse a los pies de mujeres de los mejores estratos sociales, muchas de las cuales se me ofrecieron solícitas. Quiero, pues, que sepa usted que yo en otoño recogía manza­nas, que en primavera recolectaba flores, y que vivía allí donde se crió un poeta llamado Keller del que usted apenas habrá oído hablar, aunque ni falta que le hace." 

 

"¡Qué insolencia!", gritó la graciosa criatura. "Me dan ganas de hacerle desdichado mandándole a paseo, pero quiero compadecerme de usted. Ahora bien, como vuelvas a ser maleducado otra vez, será la última vez que respires en mi presencia; así que ya puedes suspirar en vano por mí. Ahora, vete de aquí." 

 

Él comenzó de nuevo y dejó caer esto: "Nunca di mucho a las mujeres, por eso me quieren bien. También a usted, señorita, le noto aprecio por el más lerdo de los bobos, el que siempre anduviera diciendo descortesías a las señoras con el fin de que éstas le tomaran ojeriza y después se sintieran satisfechas. Fui enviado como embajador a Constantinopla." 

 

"No embrolles, señor don fanfarrón-", 

 

" -y un día vi en la estación a una aristócrata, digo, la vió otra persona, yo estaba con ella en el compartimento, y ella me contó la escena que yo ahora traigo aquí a colación, aunque sólo metafóricamente, porque no hemos tenido ninguna colación, aunque suspiro por una bien surtida, porque después de haber dado prueba de mi elocuencia se me ha abierto el apetito." 

 

"Ve a la cocina y trae los platos. Yo mientras leeré tus versos." 

 

Hizo lo que se le mandó, fue a la cocina, pero no pudo encontrarlos. ¿Entró, pues, sin que lo advirtiera? Aquí se ha deslizado subrepticiamente una errata. 

 

Volvió con Preziosa, que, no obstante sus poemas, se había quedado dormida y yacía acostada como una colección de cuentos orientales. Una de sus manos colgaba como un racimo de uvas. Él hubiera querido contarle que había ido a la cocina y que no los había encontrado, y que se había quedado mudo dentro de sí mucho, mucho tiempo, pero una urgencia inaplazable le arrastró hasta el abandono. Estaba de pie delante de la durmiente, se hincó de rodillas ante aquel templo de hermosura, y tocó su mano, que le pareció como un Niño Jesús, demasiado hermosa para cogerla sólo con su aliento. 

 

Mientras él seguía en su veneración, aunque no se lo hubieran pedido, los ojos de ella se abrieron. Quiso preguntarle muchas cosas, pero solamente dijo: "Me parece que no eres un mono como es debido. Dime, ¿eres monárquico?" 

 

"¿Por qué habría de serlo?" 

 

"Porque eres muy paciente y has estado hablando de aristocráticas señoras." 

 

"Sólo desearía ser gentil." 

 

"Parece que lo eres." 

 

Al día siguiente, ella quiso saber de él cómo ser feliz. Él le dio la más asombrosa de las respuestas. "Quiero dictarte una carta", dijo ella. Mientras él escribía, ella iba mirando por encima de su hombro para ver si iba poniendo todo fielmente. Huy, con qué presteza escribía y con qué concentrada atención escuchaba cada una de sus sílabas. Los dejamos despachando la correspondencia. 

 

En la jaula se pavoneaba una cacatúa. 

 

Preziosa pensó algo. 

 

Traducción de Isidro Fadrique y Carlos Ortega 

 


 

 

FIN