Tixcacal

Jean-Marie Gustave Le Clezio
(Traducción de Leonor Tejada )

El frío de la noche sube nuevamente a la tierra, desde las profundidades, endurece la meseta de caliza, aprieta las raíces de los árboles. Sopla el viento, un viento de desierto, el viento del Este cargado de peligro. Entonces los hombres están encerrados en sus casas, abrigados por sus techos de palma, envueltos en las hamacas de henequén. No esperan.

Pero no duermen. Este es el lugar donde siempre se acecha, como desde el alto de una colina, escudriñando la noche, escuchando los ruidos que transporta el viento. El frío sube por las bocas de los pozos, respiración helada del interior de la tierra. Los murciélagos vuelan en la negra oscuridad y derrapan en las corrientes de aire, gritando. Es el principio de la noche, cuando el sol acaba de apagarse al oeste del país llano, y la sombra ha llegado de golpe a la tierra. De noche ¿se apagan las guerras? El tiempo es tan largo después de las primeras batallas. Todas las noches, las aldeas se alejan a la deriva del centro del imperio, de Chan Santa Cruz fantasma, como balsas arrastradas un poco más allá. La selva es el tiempo. Es ella la que separa así, silenciosamente, multiplicando sus ramas y sus raíces, y los caminos de polvo se estiran. Comienza la noche, una noche más, que destierra de la cúpula gris del Balam Na.

El Balam Na, oscuro precio en el que no resonarán más las palabras gemebundas de la Cruz , está ahora abandonado como una isla, perdido en la noche. Al retirarse la luz, la luz ardiente del cielo, no queda más que ese campo vacío en el que brillan las brasas de algunas aldeas. Después de tanta marcha, tanta fatiga, se estremece uno, la inmovilidad es aterradora. Los caminos están cortados.

Ahora aparece el cielo, inmenso, negro, en el que brillan las frías estrellas. Lentamente, entre los árboles, asciende el disco blanco de la luna. El viento hace crujir las piedras, vibra sobre el suelo de caliza. No hay agua. Sólo frío intenso, el frío del espacio.

Eso sucede de noche, en el centro del país plano, lejos del mar, lejos de las montañas, lejos de las ciudades. Cuando llega el frío de la noche es cuando los hombres no quieren seguir hablando. Hasta los perros dejan de ladrar. Los niños pequeños están apretados contra su madre, envueltos en lienzos, los ancianos se mecen en sus hamacas contemplando la noche. Ahora no hay nada que decir. Todavía nada que decir. Los secretos están encerrados en el interior de la boca por el frío, por la negrura. Lo que se espera no vendrá de noche. Los ensueños están interrumpidos, no hay recuerdos. ¿De qué sirve recordar? Este es el reinado del presente, el lugar más vigilante de la tierra.

El frío sube a la tierra; ha llegado de las grutas y se dispersa por la plaza de la aldea, cubre la selva. Toma las cosas una por una, penetra en cada casa con el viento y la luz lunar, entra en el cuerpo de los hombres acostados en las hamacas, contrae los músculos, insensibiliza los labios, oprime la médula de los huesos. El sol ha desaparecido, la noche es dura. Hay que permanecer sin moverse por horas, por horas. Inmóvil, con los ojos muy abiertos, mirando por entre las tablitas de las paredes el paisaje iluminado por la luna.

Aquí no se puede dormir. No se puede estar ausente. Es el centro de la conciencia en esta parte del mundo que los dioses, apartando la mirada, han abandonado a los hombres. En otras partes, lejos de aquí, están los crímenes, las blasfemias, el dinero, el dominio de los extranjeros de blancos palacios, el pueblo hambriento, humillado, todo lo que hierve y destruye en las ciudades de concreto, lo que miente, lo que roba, lo que mata, en Valladolid, en Tizimin, en Felipe Carrillo Puerto, en Chetumal, en Puerto Juárez; la vida bestial y fea que ofende al poder de las cruces, los perjurios, la impiedad; todo lo que se repite día tras día, pero nunca llega el castigo; la sequía, que es la ausencia de la palabra del agua, mientras corre por allá, vana e inútil en las pilas y las albercas. Entonces las cruces han enmudecido frente a los pozos, los libros están olvidados. El triunfo del general Bravo, la toma de Chan Santa Cruz, la traición de los ingleses de Belice, la traición del general May, eso no está inscrito en la memoria, pero está visible en la superficie de la tierra, en las plazas de las ciudades.

En el centro del país plano, en el centro de la ciudad santa, en el interior de la casa del Nohoch Tatich, está el rostro impasible y desdeñoso del viejo soldado que se llama Marcelino Poot. Color de tierra, con arrugas profundas y anchos pómulos, con la boca cuyas comisuras caen y la gran nariz arqueada. Los ojos de pesados párpados miran sin odio, sin desprecio, pero con una seguridad tranquila y orgullosa algo velada por la fatiga de la ancianidad. El rostro no dice nada. Reina en medio de la casa, en la luz del día que declina, y la mirada lejana sigue el movimiento de los hombres alrededor de la casa de los guardias, dirige sus pasos.

Son tantos los días y las noches que alejan lentamente del corazón del imperio, de la nave abandonada del Balam Na, de los campos de batalla, de los cementerios. El combate de los hombres no era para ganar algunas fanegas de tierra sino para salvar a la palabra verdadera. La habían oído antaño, cuando el Nohoch Tatich estaba al mando de los soldados Cruzoob, cuando el Tata Polin, el intérprete de la Cruz dictaba los últimos mensajes. Entonces Yum Pol Itza escribía las palabras de Juan de la Cruz , y eran las palabras de toda la tierra, de toda la selva, eran las palabras del agua fría que corre por las cavernas subterráneas, eran las palabras de la vida inolvidable.

Así, queridos cristianos, os ordeno a todos, pequeños y grandes, pues es menester que lo sepáis, hoy es el día y el año en que mis indios se sublevarán una vez más para combatir a los blancos, de la misma manera en que verificaron antaño los combates, os ordeno a todos, pequeños y grandes, para que todas las tropas bajo mis órdenes lo sepan, os ordeno guardar esto en el alma y el corazón, aun cuando oigáis y veáis las deflagraciones de los fusiles de los blancos apuntándonos, que no los temáis pues ningún daño os harán, pues han llegado ya el día y la hora en que mis indios deben combatir de nuevo a la raza de los blancos.

El rostro duro y dulce, color de arcilla, color de la tierra quemada por noventa años de sol y de incendios, desgastado por la lluvia, purificado por el hambre y el dolor, el verdadero rostro, el más bello y más tranquilo, reina en el centro de la aldea. Ya no manda a la guerra. Su mirada ha dejado de ser la luz de la venganza. Ahora olvidado, separado por la selva mientras progresa la sombra de la noche próxima que quizá vaya a borrarlo para siempre, lejos de las violencias y de la cupidez de los conquistadores de las ciudades, reina sobre el país de los árboles, sobre los campos de maíz y de frijol, sobre las casas de palma, sobre los pozos.

Es el verdadero soberano de las aldeas, casas de adobe de Xmaben, casas de lámina y ladrillo de Señor, de Tusik, de Ixcaiché, palacios en ruinas de Tihosuco, de Acam Balam, de Zaci. Los hombres armados han dejado de recorrer la sabana. Sobre la carretera de chapopote que va de norte a sur, los pesados camiones pasan velozmente, rugiendo. Por los caminos de polvo, las serpientes reptan dejando huellas semejantes a las llantas de las bicicletas. Van a la caza de ratas y ranas, a la luz de la luna.

Pero aquí, en el centro del país plano, no hay movimiento.

El rostro del anciano reina todo el tiempo, sin moverse, sin hablar. De su frente, de sus ojos, de cada uno de sus rasgos salen la conciencia y el poder que ponen en orden esta tierra.

Sí, éste es el lugar más vigilante de la tierra, el lugar de la alta conciencia. La conciencia no espera. No se mira a sí misma. No exige nada. No retiene los días, no cuenta las noches, no acumula las horas ni los gestos. No juzga. Lo que pide, así, sin hablar, con orgullo, no es la venganza ni el dinero. Está en concordancia con el deseo de los dioses y sólo esto pide: el pan y el agua.

La sed es tan grande en la tierra. De día y de noche reseca los labios, aprieta la garganta, hace sangrar la yema de los dedos. También los campos tienen sed, tierra resquebrajada, agrietada, labrada por surcos vacíos. Alrededor de la ciudad, los árboles de troncos estrechos están en pie, sombríos en el aire helado. La noche es parecida a la obsidiana.

Reluce con su destello negro, inmenso, sin agua.

Sopla el viento. Pero no trae nubes ni niebla. Sólo trae el frío cortante de los llanos de piedras. El aire, la tierra y el cielo están desnudos. En otra parte, quizá, haya ríos, lagos, tubos llenos de agua y de burbujas. En otra parte están las albercas, muy azules, las bañeras tibias, las piletas transparentes que fluyen en los palacios de los banqueros y de los comerciantes de henequén, las suaves praderas para los rebaños de reses, las fuentes, los manantiales. En otra parte, sobre una mesa hay un vaso de agua que se puede beber y volver a llenar sin parar.

Pero el rostro duro y dulce del anciano reina aquí, en medio de la selva. Aquí es donde el ciclo del agua se inicia, aquí, por la oración del anciano en el centro de la selva.

Aquí el agua no sabe nacer fácilmente. Surge tras el sufrimiento, como la vida, cuando se la ha rogado muchos meses. Cuando se ha esperado, deseado, cuando se la ha mirado y se le ha hablado con todo el espíritu y todo el cuerpo, día a día, todas las noches.

De noche, el viejo rostro está inmóvil. Pero sin cesar sale de él la palabra, la palabra antigua que dirige las acciones de los hombres y la vida de la tierra. Quizá la mirada no tenga ya odio, ahora, sólo una lástima muy grande porque ve la historia desde el principio hasta el fin. La mirada ve a través de la noche lo que ha sucedido del otro lado de la selva, las aldeas que arden, las plantaciones asoladas, los niños muertos, el horizonte cubierto de humaredas rojas.

La mirada atraviesa la noche fría, ve lo que ha dejado de ser. La palabra de los vencedores retumba más fuerte que la de los conquistadores, pasa por encima de las hojas de los árboles como el viento, se mueve en las grietas de la tierra, perturba el silencio de los pozos profundos.

La voz gemebunda sigue hablando en la oscuridad.

Habla de la guerra que no puede cesar puesto que el agua no es dada a los hombres sino que corre desde el cielo cuando surge la sangre del corazón y penetra en la tierra. Pero hoy la tierra está fría, apretada alrededor de la aldea de los Guardias. El rostro de Marcelino Poot está duro como la piedra, sus arrugas son profundas, su piel está caliente de día y fría de noche. Marcelino Poot, último guardián de la cruz, último soldado del combate inconcluso, no duerme.

Es el hombre más vigilante del mundo, el guardián de la tierra de las sabanas, el que conoce el porvenir. El que vela sobre el maíz, sobre los pozos y los árboles, el que acecha la nube invisible que tiene que llegar, el que oye la palabra de la última cruz de Pedro Pascual Barrera, el que ve, desde el centro de su casa, los caminos que conducen a los cuatro mojones del universo.

Es aquí, de noche. El rostro manda en el espacio, no por la fuerza ni por la ciencia sino simplemente por la mirada. No se puede olvidar, porque la historia no se ha interrumpido. En la aldea, los hombres y las mujeres tienen un mismo aliento, las plantas y los árboles crecen según un mismo ritmo. Las manos hacen todas los mismos gestos, y los labios dicen las mismas palabras. Nada se ha detenido. El pasado no existe; sólo que los hombres se hacen viejos y mueren; y la palabra murmurada se desliza de un cuerpo a otro.

El rostro está cerrado y tranquilo, y tan grande es su poder que las palabras extranjeras no pueden llegar. Siguen donde están: tumulto, exclamaciones, llamadas discordantes e inútiles. Los extranjeros son millones. Hacen brillar sus fuegos, sus motores rugen. Beben su agua fácil, comen su pan sin deseo. Su ralea crece ràpidamente, y sin cesar su dinero compra, vende, compra. En sus paìses violentos los dioses no existen, no aparecen nunca. ¿Cómo podrían venir? El cielo está separado de la tierra por los tejados y por las murallas.

Aquí, el cielo es tan grande como si ya casi no hubiera tierra. Por encima del país plano está tendido, negro, profundo.

Las estrellas brillan con un destello inmóvil, la luna está llena. Sobre la selva, la luz de la noche es bella y lejana, y sobre la plaza de la aldea las sombras de las casas son muy negras. Tal vez crucen los caminos algunas serpientes, los murciélagos invisibles gritan volando alrededor de los pozos. La noche es densa y fría, como si se estuviera en la cima de una muy alta montaña.

 

FIN